A mí jamás me ha gustado el futbol.
Bueno, ni siquiera le digo futbol (o fútbol, como dijeran algunos). Es siempre soccer. Y es que no tiene en mi parecer todo lo que define a un deporte: no hay gran demanda física (salvo para los mediocampistas), no hay grandes golpes, heroísmo físico de sobreponer dolor, cansancio y fatiga extrema; vamos, no tiene pasión. Y es evidente que el punto será rebatido incansablemente – digo, el término “pasión futbolística” prácticamente viene en la sangre en el mundo, y qué decir de mi país de México.
Mi deporte, durante toda mi vida, ha sido el futbol americano. Tan es así que he ido a todos los partidos que se han realizado en el país, incluyendo más recientemente el primer partido de temporada regular realizado fuera de los Estados Unidos: el 2 de Octubre de 2005, entre San Francisco y Arizona. Fue un día interesante por muchas razones: primero que nada, el aspecto histórico del partido (y, hasta la fecha, el récord de asistencia: una impresionante cifra de 103,467 almas en el Azteca); por supuesto cuenta también la fecha en que se realizó, muy dolorosa para México; y también, algo olvidado, queda que ese día la selección Sub-17 de México ganó su primer campeonato mundial, 3-0 contra Brasil en el mundial de Perú 2005. Recuerdo muy bien que, durante los calentamientos de los equipos en la cancha, el estadio se prendió tremendamente al anunciarse por los altavoces que México anotaba su segundo y tercer goles, así como cuando anunciaban el pitazo final del partido. Por supuesto que también recuerdo como la cancha comenzó netamente pro-San Francisco, y cómo los Cardenales fueron poco a poco ganándose a la afición con mejor desempeño en el campo (que, contra esos 49s, francamente no era gran hazaña), pero, curiosamente, se me queda bien grabado cómo el país (o al menos la muestra representativa que teníamos en ese estadio) se encendió con la noticia de sus chamacos campeones.
Total que 6 años después esos chamacos ya están en la mayor o consiguiéndose chicas trabajadoras en Perú, pero también se juega otro mundial Sub-17 (o U17, como le dicen fuera de América) donde México está tanto de anfitrión, como compitiendo. Y hoy tuve el gusto de presenciar un partidazo, donde los mexicanos acaban (hace unos minutos apenas) de reservarse un boleto en la final, contra el equipo de Uruguay. Pero, qué partido se aventaron.
Previo al encuentro la noticia era que Alemania, como favorito del mundial, presentaría una importante experiencia de aprendizaje para el equipo mexicano, quien por supuesto saldría con todo a la cancha. Traducido al español: muy probablemente nos madreen, pero hasta de eso se aprende. Y la verdad es que los alemanes, por lo que mostraron en el partido, verdaderamente son una selección imponente: de entrada el perfil físico, pero también su técnica son cosa de cuidado. Y México, aunque muy aguerrido y con ventaja de local, sería meramente un tope en la coronación de la selección europea.
La perspectiva cambió al minuto 3, con gol de Julio Gómez, aunque los alemanes rápidamente corrigieron en el 10 y aparte se fueron adelante en el 59, momentos después de que Gómez y Jorge Espericueta se combinaran para esta jugada al minuto 53:
Tiro a gol de México. ¡Parecía el segundo! Julio Gómez desbordó por la derecha y centró con potencia; Bueno no logró rematar pero tocó atrás para Espericueta, que pateó de primera, y el arquero alemán voló para salvar sobre la línea.
Y pues ahí quedaba: México jugó bien, pero no pudo contra Alemania. Digo, no le iban a dar la vuelta, verdad?
Al minuto 75 México tenía, después de varios desesperados ataques a la portería alemana, tiro de esquina por el lado derecho. Y fue entonces que Jorge Espericueta se aventó un jugadón, algo que probablemente voy a recordar por mucho tiempo. Su tiro de esquina, usualmente apuntado para que alguien más remate y meta gol, entró por sí mismo a la portería, rebasando al portero y a dos jugadores (Khedira por parte de Alemania, Julio Gómez por México) que chocaron cabezas y salieron lesionados. Gómez en particular era preocupante: se abrió literalmente la cabeza, sangrando su uniforme y dejando a México, quien ya había realizado sus tres cambios, con 10 jugadores por lo que parecía el resto del partido. OK, no importaba mucho: México ya estaba empatado y enfilado para los penales.
Unos minutos después, portando una serie de vendajes en la cabeza que le valieron el apodo de “la Momia”, Gómez regresó al partido (querías sacrificio físico, no?) y se aventó, apenas 14 minutos después de manchar con sangre la cancha del nuevo Corona, un golazo aún más memorable: una chilena de tiro de esquina (cobrado, fatídicamente, por Jorge Espericueta) que puso a México en la final del mundial.
Pienso por un momento lo que escribo y, con todo y el calificativo de “U17” no le quita lo sabroso: una chilena [contra Alemania] que puso a México en la final. Y ahora estos chavos, por quien nadie daba un peso – incluso después de ganar sus 3 partidos de las clasificatorias, los octavos y los cuartos de final – están a unos días de disputar, en aquel memorable Estadio Azteca, el campeonato del mundo. Y todo gracias a un par de muchachos que, muy valientemente, se pararon frente a los alemanes y dijeron – en nuestra casa, no.
No, a mí jamás me ha gustado el futbol. Pero Julio Gómez está haciendo que eso cambie.