Ya instalé un teclado en español!
Tengo una manía: tiendo a hablar conmigo mismo. Tengo otra manía, un poco más rara: tiendo a hablar conmigo mismo, sobre “nosotros”. Los ultimos días he estado probando regresar a un régimen de ayuno intermitente, y debo reconocer que me ha sido tan difícil regresar como lo fue empezar con él en Octubre. La historia viene a propósito, porque cuando llegó (por fin!) la hora de comer, dije muy emocionado: “lo logramos!”
He notado que esta dualidad no existe, curiosamente, cuando me critico. “Ah, como eres pendejo” es una frase que surge en mi cabeza, muy natural y frecuentemente, cuando algo me sale mal. Jamás “somos” pendejos. Eres. Tú. Y a veces, yo. Pero nunca nosotros.
Por supuesto, esta crítica está fundamentada en más que un odio personal, o una baja autoestima (aunque no dudo que habrá quien se lo atribuya a una o ambas causas). Primordialmente, está fundamentada en un deseo de cambiar, de mejorar, de evitar las acciones que llevaron al problema. Vale mencionar que estos no son problemas particularmente graves: mancharse la ropa por un descuido con la comida, por ejemplo, o cortarme con el cuchillo mientras estoy cocinando. Pero sí existe una marcada exasperación en mis autoinsultos: ya sabíamos esto, no? Porqué volvemos a caer en lo mismo?
Existe una clara tendencia en mi vida de tropezar con la misma piedra (figurativa, pero en ocasiones también literalmente). No es una incapacidad mental ni fisiológica de aprender: lo hago bastante bien en otras áreas. Y tampoco es como si no pudiera darme cuenta de la causa de mis problemas: en los casos de arriba, suele tener que ver con distracción, por ejemplo. El error, creo, yace en creer que puedo cambiar esa naturaleza por simple ejercicio de observación y redacción de conclusiones.
“Ah!”, viene el apoyo, “exacto! Tienes que aprender a aceptarte.” Y sí. Porque aunque puedo darme cuenta de mis problemas, sigo teniendo muchos puntos ciegos, por estar enfocado en otras cosas o por no querer reconocer que soy de cierta manera. Es difícil aceptar, por ejemplo, que no solo dejas que se aprovechen de ti, sino que te ofreces voluntariamente a ello – es un duro golpe al ego. Parte de este camino ha sido abrirme a la introspección honesta, dura a veces, pero que tiene por objetivo salir del otro lado como una persona mejor.
Pero hay otro problema. Cuando uno habla de aceptación, es bien fácil caer en la trampa de decir “pues sí, así soy, y ni modo.” Yo mismo he sido culpable de esto: después de todo, es mucho más cómodo aceptar las cosas como son, pues ahí yace nuestra comodidad, en vez de hacer el esfuerzo de cambiar y mejorar. Esto va más allá de cuestiones “superficiales” (como consideraba yo, en algún otro momento, la estética personal) y se puede aplicar a cualquier ámbito sujeto a mejora, incluyendo por supuesto los valores, la ética y la moral. Una sana disposición al cambio (no una mera, y muchas veces fingida, apertura) que minimice la inevitable fricción – porque por más que nos aferremos, el cambio llegará, de una u otra manera.
Y va de regreso el péndulo… porque esto no significa ignorar lo bueno de nuestra situación actual. Por ejemplo: otra característica que tengo es que soy muy aferrado. No en todo ni con todo, pero fuertemente cuando lo soy. Esto tiene muchas desventajas, pero también puntos buenos: no por nada se le conoce también como tenacidad.
Nunca voy a dejar de ser distraído, o aferrado. Pero puedo canalizar.
Cuando pienso en la dualidad que utilizo cuando me hablo a mi mismo, pienso a veces que no es solamente un constructo de la soledad. A veces pienso que el camino de la mejora empieza por reconocernos como las máquinas que somos – máquinas replicatorias, muy a la Dawkins – gobernadas por una programación primitiva y muy poderosa. La clave para mejorar consiste en aceptarnos como esas máquinas, poseedoras de cualquier forma de una tremenda arma de dos filos: una mente que es capaz de trascender esa programación inicial, si bien incapaz de eliminarla, y prioritizar su propia programación, mejor informada por el contexto en que vivimos.
Porque aceptarse no significa rendirse.